El verano más trágico
Un lúgubre ulular de sirenas portuarias dio la primera alarma en la noche coruñesa del sábado 18 de julio sobre la sublevación militar iniciada en las colonias africanas, que se extenderá violentamente a varias ciudades de la Península durante el fin de semana. Era la señal convenida en una asamblea de la CNT —sindicato mayoritario en una ciudad de 90.000 habitantes con 15.000 afiliados anarquistas— celebrada el día anterior en la plaza de toros para que los ciudadanos acudiesen al Gobierno Civil a defender la República. Las calles se convierten en un hervidero de simpatizantes del Frente Popular —la coalición triunfante en las elecciones de febrero de 1936— que demandan información y consignas gubernativas para oponerse a la asonada militar.
El gobernador civil de A Coruña, el joven abogado Francisco Pérez Carballo, pone en marcha un Comité de Defensa de la República en el que están representadas las principales fuerzas políticas y sindicales de la ciudad. (La mayoría acabarán en los días siguientes fusilados o asesinados por los llamados paseadores). Los marineros de los barcos fondeados en el puerto amontonan sacos terreros para fortificar el Gobierno Civil y se emplazan ametralladoras en lugares estratégicos del edificio, el que ahora ocupa la Diputación, en Riego de Agua, así como en el primer piso del desaparecido Cine París, en la puerta de un estanco en la calle Bailén y en la avenida de la Marina, entonces de la República.
Las patrullas de vigilancia, formadas por guardias de asalto, la policía creada para contrarrestar a una Guardia Civil más proclive a la derecha antirrepublicana, y milicianos del Frente Popular requisan las escasas armas disponibles en armerías y domicilios. El dispositivo de defensa se desmonta parcialmente bien entrada la noche, al considerar que se trata de una falsa alarma.
Las informaciones sobre el alcance del golpe de Estado son confusas y se imponen las dudas y las contradicciones sobre la actitud a tomar por las autoridades gubernativas. Los golpistas no contarán en ningún momento con el apoyo de las máximas autoridades militares coruñesas, el general de la VIII región militar Enrique Salcedo Molinuevo —un hombre conservador, pero leal— y el general de la 15ª Brigada de Infantería Rogelio Caridad Pita, de clara ideología republicana y masón, a pesar de que el primero recibe en la noche del 18 de julio un telegrama desde Sevilla de uno de los cabecillas de la sublevación, el general Queipo de Llano, conminándole a sumarse al golpe. Salcedo ofrece al gobernador Pérez Carballo la lealtad de sus tropas al Gobierno legítimo republicano “siempre que el orden en las calles se mantuviese garantizado”.
En las calles reinaba, sin embargo, un caos imposible de atajar, desatado por el pánico ante las amenazadoras noticias sobre el avance del golpe que llegaban por radio desde Madrid o Sevilla. Dirigentes sindicales y políticos republicanos recorren la ciudad buscando desesperadamente armas y registran los domicilios de personas de significación conservadora. En la noche del 18 había cesado en sus funciones el jefe del Gobierno español, el coruñés Santiago Casares Quiroga —al que se culpará históricamente más tarde de la indecisión gubernativa que impidió frenar el golpe—, que da paso a un moderado Martínez Barrio que a su vez cederá el testigo a los pocos días —cuando el golpe se transforma ya en una incipiente guerra civil— al gabinete dirigido por Giral.
A mediodía del domingo, 19, hace su entrada el último expreso procedente de Madrid que arribará a la estación coruñesa en los tres años que durará la guerra. Viaja en él una de las figuras centrales y trágicas de los sucesos del 36 en A Coruña: el emergente empresario y diputado republicano moderado José Miñones, que jugará un papel clave para evitar desmanes en aquellas horas de descontrol —como un intento de asalto a la casa del capitán Judel en la calle Tabernas — y limará asperezas entre el gobernador civil y el general Salcedo Molinuevo. Pérez Carballo, que no acaba de confiar plenamente en el general, le corta las comunicaciones con las guarniciones gallegas, algo que paradójicamente jugó en contra de los intereses de la República. Miñones se encuentra con la máxima autoridad militar poco después de que Salcedo reciba una llamada del general Emilio Mola, uno de los cerebros del golpe, que desde Pamplona le exige que se sume al levantamiento. Salcedo rehúsa, pero ordena el acuartelamiento de las tropas. El empresario se ofrece al jefe de la VII región militar para ayudar a preservar el orden y mediar con la autoridad civil. Este ofrecimiento sería esgrimido después por los sublevados como argumento para condenarlo a muerte.
La tensa tarde del último domingo republicano discurre en A Coruña sin grandes incidentes: hasta llegó a jugarse, tras varios amagos de suspensión, un partido entre Deportivo y Celta en Riazor, que se disputaban un trofeo donado por el alcalde de la ciudad, Suárez Ferrín. Las sirenas del puerto vuelven a romper la calma esa noche, mientras se intensifica la instalación de barricadas en el Gobierno Civil en una operación coordinada por el comandante de Asalto Manuel Quesada (que acabará fusilado por ello). A medianoche es trasladado al Gobierno Civil un alijo de dinamita que se guardaba en los bajos del Ayuntamiento para las obras del parque Joaquín Costa, el actual Santa Margarita. La Jefatura del Gobierno en Madrid, con quien el gobernador Pérez Carballo se mantiene en permanente contacto telefónico durante toda la jornada, insiste en que la situación está bajo control. La realidad lo desmentirá drásticamente apenas unas horas después: a las cinco de la madrugada, Pérez Carballo intercepta un telegrama de los militares sublevados en los que fijan la salida a la calle en A Coruña para las 14.00 horas del lunes. Se lo comunica a los otros gobernadores gallegos y acuerdan convocar una huelga general de Galicia para las 7 de la mañana. Dos horas después, desisten. Saben que todo está perdido. Los cuatro gobernadores, cada uno por su lado, intentan contactar en última instancia con los generales Salcedo y Caridad. Ya no será posible.
A mediodía del lunes 20, los dos generales leales son arrestados por sus subordinados y los militares sublevados salen finalmente a la calle. Ambos militares pagarán con su vida la lealtad a la República (serían fusilados juntos el 9 de noviembre en Serantes). Uno —Caridad Pita— morirá dando vivas a la República; el otro, a Cristo Rey. Es poco conocido —constata el historiador Carlos Velasco— el dato de que la mitad de los más altos mandos militares condenados a muerte en España por los golpistas por no sumarse a la rebelión fueron ejecutados en la provincia coruñesa: los ya citados generales Salcedo y Caridad y el contraalmirante Antonio Azarola, jefe del arsenal de Ferrol.
A las 14.30, las tropas de los cuarteles de Infantería y Artillería, apoyadas por la Guardia Civil, proclaman el estado de guerra en un bando leído en la plaza de María Pita. La proclama golpista suspende las garantías constitucionales, depone en sus cargos a todas las autoridades legales, amenaza con el fusilamiento a los huelguistas, instaura la censura de prensa y concluye con una tajante advertencia del coronel Cánovas Lacruz: “Quien no lo secunde, será mi enemigo y será tratado como tal”. En poco tiempo son ocupados los edificios de Telefónica y Correos, en medio de un esporádico fuego cruzado de algunos resistentes que disparan desde la Fábrica de Tabacos, la terraza del Banco Pastor y otros edificios emblemáticos. Pérez Carballo se niega a rendir el Gobierno Civil a los sediciosos, pero, amparado apenas por una pequeña compañía de guardias de asalto y voluntarios, nada puede hacer ante el bombardeo de una batería de artillería desde O Parrote, que destruye parte del edificio a cañonazos. A las 18.30 se iza bandera blanca y el gobernador, el alcalde y sus acompañantes se entregan a los sublevados. No son aún conscientes de la barbarie del golpe y de que les aguarda el tormento y la muerte. La esposa del gobernador, Juana Capdevielle —que pese a estar embarazada algunos testigos la recordarán años después en sus memorias con más entereza que su marido—, logra escapar por una puerta lateral y se refugia en una casa amiga de la calle Real. Días más tarde, su cadáver aparecería acribillado en un monte de Rábade. El historiador de moda, el británico Antony Beevor, celebrado autor de Stalingrado y La Caída de Berlín, califica este crimen en su reciente obra sobre la Guerra Civil como uno de los más atroces de los cometidos en los violentos días de 1936 en España.
Durante años circuló el mito de que las autoridades civiles coruñesas habían ocultado a los obreros la existencia en la estación de ferrocarril de un vagón cargado con armas enviadas desde Madrid para defender la República. El historiador Luis Lamela, que ha investigado detenidamente este episodio, lo desmiente. “Nunca existió tal tren. Los gobiernos civiles no tenían armas que entregar. Tan solo consiguieron requisar cuatro pistolas, una veintena de escopetas y algo de dinamita. Y esas armas sí fueron repartidas, ya antes de la sublevación, porque en el Gobierno Civil hubo miembros de las Juventudes Socialistas Unificadas haciendo guardia armados. Pero era un armamento inútil para enfrentarse a los militares y la Guardia Civil. Corrió también el bulo de que se esperaba un cargamento de armas para activistas de la derecha desde Portugal, desde donde supuestamente se dirigía a Galicia el general golpista Sanjurjo, deportado tras la fallida revuelta militar de 1932. Por esa razón se registraron intentos de asalto a conventos e iglesias: creían que se escondían allí. Las armas decisivas solo las tenían los militares y los guardias civiles. La Guardia de Asalto, que dudó en los primeros momentos de qué lado ponerse —aunque finalmente se decantó por los sublevados—, sí facilitó al principio algunas pistolas a las autoridades civiles, pero la Guardia Civil, implicada en la trama golpista, se negó desde el principio”.
El historiador Emilio Grandío maneja una curiosa referencia del banquero Pedro Barrié en los frenéticos días del golpe. “En el edificio del Pastor se ubicaba en el último piso un depósito de armamento de los carabineros. Se dice que Barrié habría llegado a un acuerdo con los sindicatos antes del golpe para que la puerta de ese depósito no se cerrase, que permaneciera abierta pero vigilada”. Emilio Grandío considera que Barrié, por las necesarias relaciones económicas del banco con las élites republicanas y los sindicatos —muy activos e influyentes tras el triunfo del Frente Popular—, no era proclive a la conspiración golpista, “aunque después será uno de los sostenes financieros del régimen”. El movimiento obrero coruñés responderá con una huelga general que paraliza la ciudad y se organizan conatos de resistencia armada con un escaso y poco efectivo arsenal, que poco a poco se van replegando hacia los barrios más populares como Santa Lucía, Gaiteira, Monelos, Os Castros y Santa Margarita en un intento desesperado de frenar lo inevitable. Cuando el día 21 llegan mineros de varias localidades gallegas en ayuda de los resistentes, los golpistas controlan los centros neurálgicos de la ciudad y las salidas por mar, bloqueadas por el crucero Almirante Cervera, procedente de la base naval de Ferrol, que ha caído contra todo pronóstico en manos de los rebeldes. El desafío a los insurgentes aún se mantendrá unos días —hasta el 24—, lo que obligará a los militares alzados a promulgar un segundo bando de guerra en el que se da un plazo de 24 horas a los huelguistas para que se reintegren a sus puestos. La persistencia del paro a pesar de las amenazas causará la ejecución inmediata de varios dirigentes sindicales. El enfrentamiento deja 34 cadáveres en las calles coruñesas —según los datos registrados por el historiador Luis Lamela—; la inmensa mayoría —31— del lado republicano. Las víctimas relacionadas con los insurgentes fueron el magistrado Policarpo Fernández, asesinado por un grupo de obreros incontrolados en el vestíbulo del desaparecido Hotel Europa, ubicado en San Andrés; el cabo Santiago Gómez, del destacamento de artillería que disparó sus baterías contra el Gobierno Civil desde O Parrote y el guardia Antonio García, muerto accidentalmente por disparos de su propia arma en las inmediaciones del Banco Pastor. Una cuarta víctima rebelde, el teniente de Asalto Manuel Valcárcel, habría muerto el 24 de julio también por un disparo fortuito. Lamela se hace eco de versiones no oficiales que “hablan de un posible suicidio de este teniente tras haber mandado el pelotón que fusiló a sus jefes, los oficiales Quesada del Pino y Gonzalo Tejero —leales a la República—, junto con el gobernador Civil, Pérez Carballo”.
El bajo coste humano pagado por los golpistas —tres víctimas, una accidental— no permitía presagiar la sanguinaria marea de represión que se abatirá sobre la ciudad tras el triunfo de la rebelión y que se cobrará la vida de centenares de coruñeses mediante consejos de guerra o asesinatos, los llamados paseos. Las directrices enviadas por el general Mola a los sublevados en los días previos al golpe —“la acción debe ser en extremo violenta”— serán seguidas al pie de la letra en los días y meses posteriores al golpe. El 25 de julio comenzarán los fusilamientos en el tristemente célebre Campo da Rata que alberga en la actualidad un monumento de Isaac Díaz Pardo —su padre, el artista Camilo Díaz, fue paseado en Santiago— en homenaje a las víctimas.
Las condenas de muerte conllevaban además desmedidas sanciones económicas imposibles de satisfacer que representaban la ruina absoluta para las familias represaliadas (el grupo fusilado el 31 de agosto con el último alcalde republicano, Suárez Ferrín, fue obligado al pago mancomunado de tres millones de pesetas de la época, cuyo valor actualizado superaría hoy los dos millones de euros).
A partir de los primeros días de la sublevación militar, la infraestructura carcelaria coruñesa resulta desbordada. Locales como la plaza de toros, las antiguas instalaciones de los Luises —la Casa del Pueblo, ubicada en Juana de Vega— o el cuartel de la Guardia Civil —en la esquina de Juan Flórez y Médico Rodríguez— fueron habilitados como cárceles para acoger a la muchedumbre detenida. A miles de coruñeses se les despojará de la libertad; a centenares, de la vida. Muchos verán sus bienes requisados, otros se verán empujados al destierro. La represión supuso el exterminio físico, político o social de los dirigentes sindicales y políticos de izquierdas, galleguistas, masones o republicanos en la ciudad.
Historiadores como Luis Lamela cifran en cerca de un millar el número real de muertes en la comarca coruñesa. Otro historiador, Emilio Grandío, sostiene que el número de víctimas no es la cuestión fundamental. “El número de sentencias de muerte no es comparable a los asesinatos, a los paseos, que son muchísimos más, pero imposibles de cuantificar. Creo que el debate sobre el número de muertos falsea la verdadera cuestión, que es la aceptación de una cultura de violencia que hizo posible esta locura”. Fueron numerosos los cadáveres no identificados que fueron enterrados en fosas comunes en el cementerio de San Amaro o en tumbas cavadas en fincas o cementerios rurales hoy en día ignoradas. “Es imposible recuperar todos los cuerpos arrojados a las cunetas”, señala Grandío. Los cuerpos aparecían —a menudo mutilados— en la Costa do Sal, en el río Mandeo, en las curvas de Herves, en las playas de Barrañán, Sabón o Bastiagueiro y eran enterrados fuera de sagrado en cementerios de parroquias cercanas. “Eran gente secuestrada, sacada de la cárcel o arrancados de sus viviendas por grupos paramilitares. Jamás regresaron a sus casas ni los familiares recibieron nunca noticia de ellos”, apunta Lamela.
Con muchos de los paseados coruñeses se emplearía un atroz ensañamiento. Uno de los casos más salvajes fue el asesinato de la maestra de escuela Mercedes Romero Abella, viuda con dos hijos pequeños del dirigente ugetista Francisco Mazariegos, empleado del Banco Pastor —fusilado por formar parte del grupo que resistió a los sublevados en el Gobierno Civil—, que fue violada, asesinada y mutilada. La escritora coruñesa Syra Alonso, viuda del artista Francisco Miguel —un pintor coruñés cosmopolita formado en París y México que mantuvo relación con Diego Rivera y Picasso, y fue dantescamente asesinado: le cortaron las manos—, recoge en sus Diarios escritos en el exilio americano el recuerdo de madres y esposas —como ella— desesperadas a las puertas de la cárcel coruñesa por el paradero de sus familiares. “…Sacaban aos presos que aparecían despois desfeitos a golpes ou cribados a tiros nos montes. Nas cunetas, á beira dos ríos e nas praias, as mulleres recoñecían ao pai, ao irmá, ao esposo, ao fillo”.
Los historiadores manejan en A Coruña cuatro o cinco nombres de personas que habrían tenido una mayor participación en las atrocidades. “Esos nombres han quedado fijados como verdugos, pero es algo imposible de probar documentalmente”, apunta Lamela. “Me interesa más explicar el contexto que apuntar nombres —advierte Emilio Grandío—. No creo que la tarea del historiador sea esa, porque no conduce a nada. No me gusta personificar, aunque es indudable que a veces hay que hacerlo: el teniente coronel Florentino González Vallés fue el encargado de planificar la represión en la provincia de A Coruña. Aunque hay también claroscuros: hay indicios que permiten decir que González Vallés protegió a sectores masones en la capital coruñesa. Es un hombre muy comprometido ideológicamente ya en los meses previos al golpe, en el archivo de Salamanca he encontrado una carta suya al hombre de confianza de Calvo Sotelo. Sin él, quizás la Guardia Civil no se hubiera sublevado en A Coruña”. González Vallés murió víctima de un cáncer en 1938, antes del final de la Guerra Civil. Su hijo, también militar, fue asesinado por ETA en 1978, cuando era gobernador militar de Guipúzcoa.
La pregunta inevitable cuando uno se sumerge en la tragedia que amputó el tradicional espíritu liberal e ilustrado de A Coruña es cómo se pudo haber llegado a esa locura. Una de las claves puede rastrearse en aquella frase lapidaria del intelectual y exiliado coruñés Salvador de Madariaga, pionero del movimiento europeísta: “España decidió imitar a Europa precisamente en un momento en que el viejo continente se había vuelto loco”. “Así es —concuerda Emilio Grandío—, la República nace paradójicamente vieja en un contexto europeo en el que la democracia parlamentaria es un sistema caduco. Lo nuevo y emergente es una radicalidad que va a más, por parte de la izquierda con el modelo de la revolución soviética —que intentará ser emulada en España en la llamada Revolución de 1934— y de la derecha con el ascenso del nazismo al poder en Alemania en 1933. Esa cultura de la violencia es entonces lo moderno: las masas no se radicalizan porque estén locas. Había confección de listas negras no solo después del golpe, sino antes. Pero también por la izquierda. Existe un documento, una lista negra escrita por apuntar a determinadas personas de Santiago. Aquella era una democracia que muy pocos defendían, la gran mayoría piensa en posiciones radicales”.
Las víctimas coruñesas relacionadas con la violencia republicana son Gerardo Abad Conde —ministro de Marina hasta 1935, miembro del Partido Radical que evoluciona de posiciones republicanas a derechistas, asesinado en la cárcel de Porlier— y Juan Canalejo —cabecilla de los falangistas coruñeses asesinado en la saca de Paracuellos— y fueron ejecutados en Madrid.
“La represión en A Coruña es desmesurada —considera Emilio Grandío—. El régimen franquista realizó una recopilación de todos los represaliado por los rojos en la llamada Causa General y cuando uno la consulta, ve que las páginas correspondientes a Galicia están en blanco. Salvo dos o tres que murieron en los enfrentamientos el día del golpe, aquí no hubo violencia republicana. La conflictividad social, que no hay que negarla, y la cultura de la violencia, que existía, no justifica la dimensión de la represión a partir de julio de 1936 y que no cesará en 1939, al término de la guerra”.
Cuando se habla de las víctimas de la represión, suele entenderse que se refiere uno a las muertes producidas por ejecuciones sumarias o asesinatos en los tres años que duró la Guerra Civil. Fueron sin embargo el hambre y las condiciones inhumanas padecidas por miles de prisioneros hacinados en cárceles y campos de concentración hasta bien entrados los años 50 lo que elevó la dimensión de la represión a un nivel dantesco. Luis Costa cuenta en sus memorias que sólo en 1942 —un año en el que el capellán Martín Torrent reconoce que la población reclusa española es la mayor del mundo— fallecieron por desnutrición el 10% de los 800 reclusos de la cárcel coruñesa en la que el autor se encontraba prisionero. “Las misas no se interrumpían cuando los reos caían al suelo de inanición”, denuncia Costa, que relata en sus escritos las tentativas de suicidio de sus compañeros de celda en A Coruña, que preferían tirarse al vacío desde los pisos superiores a seguir soportando la tortura del hambre. Un informe de la Inspección de Campos reconoce en 1938 que las instalaciones de Cedeira —uno de los diez campos de concentración que existieron en la provincia coruñesa— son tan pésimas higiénicamente que deben desaparecer. El procedimiento fue taxativo: según el historiador Carlos Velasco Souto, los más de 300 reclusos que se encontraban entonces allí serían ejecutados.
“El terror y la sospecha generalizada fueron las columnas del nuevo estado nacido de la Guerra Civil”, afirma Grandío. El miedo a la patada en la puerta en la madrugada perdurará durante muchos años en la sociedad coruñesa, que se autosumerge durante décadas en un silencioso retiro para huir de una gris realidad que se mantendrá como un paréntesis hasta 1975.
La ciudad coruñesa amputada por el golpe era entonces una de las más pujantes, ilustradas y progresistas de España, con unos índices sociales y económicos que no se recuperarán hasta más de dos décadas después, al filo de los 60. Las élites republicanas, de tendencia social reformista, dominan por completo el espacio económico y político, frente a una escasa presencia conservadora y un fuerte movimiento obrero muy activo y organizado. A Coruña —cuna de la Academia Galega— era el epicentro del galleguismo cultural y político que promoverá el Estatuto de Autonomía en 1936. Una galaxia de sociedades, ateneos y centros de estudio —desde el Casino Republicano cuyos líderes se proyectarán a la alta política española al anarquista Resplandor en el Abismo— conforman una ciudad efervescente. Ese tejido será traumáticamente extirpado del cuerpo social coruñés —mediante la cárcel, el pelotón de fusilamiento, los paseos, la ruina, la depuración o el exilio— dando paso a una sombría sociedad atenazada por la sospecha en la que hasta el poderoso Barrié de la Maza será investigado por supuesta pertenencia a una logia masónica, desvela el historiador Carlos Velasco.
El ocaso de la Coruña liberal está simbólicamente reflejado en una de las primeras medidas del régimen militar: el cambio de denominación de la calle Libertad por Disciplina. Una perversa moralidad se asentará en la ciudad: al tiempo que un bando del alcalde militar provisional anuncia la erradicación de la blasfemia entre los coruñeses, los ciudadanos son invitados a asistir al espantoso espectáculo del fusilamiento público de ocho jóvenes soldados acusados de complot contra sus mandos sublevados. La ejecución se celebró el 23 de octubre de 1936 a plena luz del día, “con palco engalanado para las autoridades, banda de música y aplausos de los asistentes”, según refiere Luis Lamela.
Han pasado tres cuartos de siglo y las heridas han cicatrizado. El mejor ejemplodel espíritu de reencuentro para una ciudad renacida son las últimas palabras de un hombre que con sólo 31 años encarnaba en 1936 el futuro prometedor de la ciudad: poseedor de un banco, empresas de automoción y eléctricas —como la Electra Popular Coruñesa que acabará absorbida para fundar Fenosa—, pero también de una conciencia social avanzada que soñaba en aquellos convulsos años con una próspera sociedad. El empresario y republicano coruñés José Miñones dejó a sus familiares —con el pañuelo empapado en la sangre de su fusilamiento— esta carta escrita mientras aguardaba la ejecución: “Ahora me toca a mí, y me encuentro quizás más sereno que cuando vi la desgracia de los demás a mi mismo lado. Adiós, a nadie hice daño y todo se ha conjurado contra mí. ¡Dios perdone a los que han hecho tanto mal!”.
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